los-cinco-elementos-del-mensajePredicaciones – Los 5 Elementos Insustituibles del Mensaje 3

 

Continuemos.

Recuerdo a una muchacha llamada Elizabet. Como mu­chas chicas del interior de nuestras provincias, se sintió atraída por las luces de la capital. De su pequeña provincia Tucumán en el Norte Argentino, se fue a Buenos Aires, la selva de cemento. Tenía apenas treinta años, y ya había perdido a su esposo, a sus hijos y su casa. ¡La vida ya no tenía sentido para ella!

Una tarde en que caminaba por una plaza de un suburbio de Buenos Aires llamado Haedo, a cuatro cuadras de la estación del ferrocarril, una idea la obsesionaba. «Me voy a tirar debajo de las ruedas del tren. Me voy a suicidar». Pero entonces se dio cuenta de que por ser atardecer de verano, todavía había demasiada luz. «Mejor espero a que la noche se haga bien negra», pensó. «Si alguien me ve en mi intento de suicidarme, podría detenerme».

En ese momento sintió una música extraña que partía de un edifico frente a la plaza, y se dijo: «Entraré a ese lugar y me embotaré la mente con esa música rara. Cuando esté bien oscuro iré a la estación del tren y acabaré con esta miserable vida».

Era miércoles, noche de estudio bíblico. Elizabet se sentó en la última fila de las bancas de la congregación que, muchos años atrás, mi esposa y yo pastoreábamos. De pronto la Palabra de Dios lo comenzó a llenar todo y la esperanza del evangelio empezó a brillar. De pronto Cristo comenzó a tocar­la. Algo nuevo y fresco de Dios inundó su vida. Elizabet ya no quería terminar, sino empezar. Ya no quería morir, sino vivir. Ya no quería llorar, sino sonreír. La esperanza de Cristo la sanó.

Cuando estoy predicando en un estadio sé que lo que tengo delante son como los enfermos que llegan a un hospital. En gran número la multitud está formada por huérfanos espiri­tuales. Tienen soledad, se sienten vacíos, arrastran quizás años de miserias de todo tipo. Los recuerdos de golpes, hambres, abusos y desprecios parecen unirse a sus pecados acumulados para aplastarlos. Todos llegan con una horrible carga de pecado. ¡En ese momento toda la compasión de Cristo llena mi corazón, y quisiera tener miles de brazos y piernas para correr y abrazarlos a todos! Entonces, con todo lo que soy y tengo, pero sobre todo con el poder del Espíritu Santo, les predico acerca de la bendita esperanza de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Los frutos de la proclamación del evangelio son emocio­nantes. Tengo un amigo que comenzó su ministerio en un centro de rescate de drogadictos, prostitutas, vendedores ambulantes y la gente más común de su ciudad. Un domingo en la noche estaba lloviendo a cántaros, pero en el centro de rescate se predicaba la Palabra. Mi amigo estaba dando una serie de mensajes sobre los Diez Mandamientos, y en esa oportunidad tocaba hablar acerca del robo. Entre los presen­tes se hallaba un asesino, ladrón, drogadicto, blasfemo e inmisericorde que acababa de salir de la cárcel. No tenía dinero, pero sí mucha hambre, y deseaba usar drogas con desesperación. Su única posibilidad era asaltar la boletería de un cine vecino. Mientras pasaba la lluvia, subió al Apo­sento Alto, que así se llamaba este centro de rescate. Se sentó, oyó el sermón. De pronto se levantó, y con un enorme puñal en la mano se enfiló con firmeza hasta donde mi amigo predicaba. La gente hizo un murmullo de espanto. El indivi­duo levantó el brazo y tiró el puñal al piso, donde quedó clavado. Entonces se puso de rodillas, y entre los sorbos amargos de sus propias lágrimas le rindió su vida a Jesucristo. ¡No tenía otra esperanza, y se aferró a la única Roca que le ofrecía salvación en el mar turbulento de su vida llena de crímenes! Hoy, «Toyota», como le decían, es pastor de siete congregaciones en el norte de su país, Costa Rica.

La esperanza de Jesucristo es lo único que puede sanar. ¡Cómo amo esta faceta del evangelio! Por eso a nuestras cruza­das no las llamamos cruzadas, ni campañas evangelísticas, ni cosa semejante. Generalmente las denominamos «Fiesta de la Esperanza». Eso fue lo que Jesús vino a damos: esperanza.

 

D. Un Elemento Fundamental: La Misericordia.

Si nuestra presentación no está saturada de amor, no estamos representando el carácter de Cristo. «Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quema­do, y no tengo amor, de nada me sirve» (1 Corintios 13.1-3).

(CONTINÚA…)

Extracto del libro “El Poder de su Presencia”

Por Alberto Mottesi

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Psicólogo, docente, consultor familiar, conferencista y autor (Verdades Que Sanan, Desafíos Para Jóvenes y Adolescentes). Trabajé con la niñez y la formación de maestros de niños. Fui pastor de adolescentes y jóvenes por más de 10 años. En la actualidad me dedico a enseñar, escribir, dictar conferencias y dirigir www.devocionaldiario.org y www.desafiojoven.com, donde millones de personas son alentadas, edificadas y fortalecidas en su fe. Casado y padre de tres hijos.

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