Devocionales Cristianos – Bienaventurados los Pobres en Espíritu.

 

Pasaje clave: Mateo 5:3.

 

Pobres.

Al principio, ser «pobre» quería decir estar en necesidad material literal. Pero gradualmente, debido a que el necesitado no tenía otro refugio que Dios,» la «pobreza» llegó a tener visos espirituales y a identificarse con dependencia humilde de Dios. Así, el salmista se designó a sí mismo «este pobre» que clamó a Dios en su necesidad, «y le oyó Jehová, y lo libró de todas sus angustias».

El «pobre» en el Antiguo Testamento es aquel que está afligido y es incapaz de librarse por sí mismo, y que, por consiguiente, mira a Dios en busca de salvación, al mismo tiempo que reconoce que no tiene derecho a ningún reclamo. Esta clase de pobreza espiritual se elogia especialmente en Isaías. Es a «los afligidos y menesterosos’, los que «buscan las aguas, y no las hay; seca está de sed su lengua», a quienes Dios promete «en las alturas abriré ríos, y fuentes en medio de los valles», y «abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca».

Los «pobres» se describen también como personas de «espíritu humilde y quebrantado»; a ellos mira Dios y con ellos, aunque es «el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo», se complace en habitar». Es para los tales que el ungido del Señor proclamaría buenas noticias de salvación, profecía que Jesús conscientemente cumplió en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres».

Más aun, el rico tendía a hacer componendas con el paganismo circundante; era el pobre el que se mantenía fiel a Dios. Así riqueza y mundanalidad, pobreza y piedad, iban juntas. Por eso, ser «pobre en espíritu» es reconocer nuestra pobreza espiritual, nuestra bancarrota espiritual, delante de Dios. Porque somos pecadores que estamos bajo la santa ira de Dios, y no merecemos nada más que el juicio de Dios. No tenemos nada que ofrecer, nada que abogar, nada con lo cual comprar el favor celestial.

Tal como soy, en aflicción,

expuesto a muerte y perdición,

buscando vida y perdón,

bendito Cristo, heme aquí».

Este es el idioma del pobre en espíritu.

No nos corresponde otro lugar excepto aquel al lado del publicano de la parábola de Jesús, que clamaba sin alzar los ojos, «Dios, sé propicio a mí, pecador». Como escribió Calvino, «Sólo quien se ha reducido a sí mismo a nada, y descansa en la gracia de Dios, es pobre en espíritu’. A los tales, y sólo a los tales, el reino de Dios les es otorgado.

Porque el reinado de Dios que trae salvación es un don tan absolutamente gratuito como inmerecido. Tiene que recibirse con la humildad dependiente que tiene un niño pequeño. Por eso, justo al comienzo del Sermón del Monte, Jesús contradijo todos los juicios humanos y todas las expectativas nacionalistas del reino de Dios. El reino es dado a los pobres, no a los ricos; a los débiles, no a los poderosos; a los niños pequeños lo suficientemente humildes como para aceptarlo, no a los soldados que se jactan de poder obtenerlo por sus propias proezas.

En los días de nuestro Señor no fueron los fariseos los que entraron al reino, quienes pensaban que eran ricos, tan ricos en méritos que agradecían a Dios por sus propios logros; ni los zelotes que soñaban con establecer el reino a sangre y espada; sino los publicanos y las prostitutas, la hez de la sociedad humana, que sabían que eran tan pobres que no podían ofrecer nada ni alcanzar nada. Todo lo que podían hacer era clamar a Dios por misericordia; y él oyó su clamor.

Quizás el mejor ejemplo posterior de la misma verdad lo constituya la iglesia nominal de Laodicea a la que Juan fue guiado a enviar una carta del Cristo glorificado. Citó sus palabras satisfechas y complacidas, y añadió su propia evaluación de ellas: «Tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo». Esta iglesia visible, cristiana según toda su profesión, en verdad no era cristiana en nada.

Autosatisfecha y superficial, estaba compuesta (según Jesús) de mendigos, ciegos y desnudos. Pero la tragedia era que ellos no lo admitían. Eran ricos, no pobres, en espíritu.

Aún hoy la condición indispensable para recibir el reino de Dios es reconocer nuestra pobreza espiritual. Dios todavía envía a los ricos vacíos.

Extracto del libro “El Sermón del Monte”

Por John Stott

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