Predicaciones –  El Plan de Dios y la Gran Comisión 3

 

Continuemos.

La Segunda Venida de Cristo está condicionada a la predi­cación de «este evangelio del Reino a todas las naciones». La Iglesia por la que Jesucristo va a venir ha de ser una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga, ni cosa semejante (Efesios 5.27). En esta Iglesia los miembros deberán haber llegado a «la unidad de la fe, y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4.13).

Si la Iglesia y los evangelistas ya estamos colaborando en la evangelización de las naciones, también la Iglesia debe colaborar con sus pastores en discipular a los nuevos conver­tidos a Cristo. Estos son los santos que hacen «la obra del ministerio». No es un ministerio fácil. Requiere de oración, entrega, calidad de vida, ejemplo, trabajo de uno en uno, paciencia y mucha dependencia del Espíritu Santo. No puede ser que una persona se convierta a Cristo y sea dejada allí, sentada en las bancas de la iglesia, para ver si por osmosis se le infunde el nuevo estilo de vida en Cristo. La nueva vida se aprende. Se aprende del hermano que discipula, y se aprende del Espíritu Santo que guía a toda la verdad. Es un proceso hermanado donde el ejemplo y el poder se juntan.

En la gran comisión tenemos una moneda con dos caras: evangelización y discipulado. Ambos son necesarios en el proceso de vida de la Iglesia. No son gemelos. Son siameses con una sola cabeza, y por lo tanto son inseparables.

 

D. ¿Qué Recursos le Otorga Jesús a la Iglesia para que Haga su Trabajo?

Pareciera que cada hombre que Dios ha llamado para hacer un trabajo tiene una buena excusa para no ir. Unos citan sus deficiencias físicas o su corta edad. Otros se fijan tanto en su pecado que se consideran indignos.

Moisés dio como excusa su incapacidad para articular normalmente las palabras. Eso no era nada para Dios. No, no lo sanó, seguramente para que recordara su continua de­pendencia de Dios, pero le situó a su hermano Aarón como vocero, Jonás huyó hacia otro sitio, pero Dios, que es Señor de la creación, lo hizo regresar en el vientre de un gran pez. Isaías vio su propia inmundicia y se creyó incapaz, pero Dios le purificó los labios y lo envió. Jeremías dijo que era dema­siado joven, sin experiencia y sin madurez, pero Dios no se lo tomó en cuenta.

El siervo de Eliseo tuvo mucho miedo y se preparó para lo peor, pero Dios le abrió los ojos del espíritu y le mostró sus ejércitos. Pedro negó conocer a Cristo, se escondió, se volvió a su antigua profesión de pescador, pero el Espíritu Santo lo hizo volver a Cristo, lo bautizó y lo llenó de poder y denuedo para que predicara y usara las llaves del Reino para abrirlo a los seres humanos.

Dios jamás ha llamado a nadie para hacer la obra suya a quien no le haya dado todos los recursos necesarios para hacer el trabajo. Siempre les ha impartido sabiduría, fuerza, poder, dinero, sostén, techo, ayuda, además del recurso ma­yor que puede conceder a sus siervos: Su presencia con ellos. Así ocurrió con Moisés, Josué, Samuel, Jeremías y cada uno de aquellos que fueron en el nombre del Señor a anunciar su mensaje. Y esa presencia dinamizadora se hace patente en la persona misma del Espíritu Santo, de quien se nos prometió que «estaría con nosotros para siempre», «que nos guiaría a toda la verdad», y que cuando viniera sobre nosotros «recibi­ríamos poder para ser testigos» de Cristo. No se puede predicar el evangelio sin la presencia, sabiduría, guía y poder del Espíritu Santo. No en balde Jesús dijo a sus discípulos: «Mas recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, toda Judea, Samaria y hasta lo último de la tierra.» (Hechos 1.8).

Cuando Pedro y Juan dieron testimonio a la Iglesia de que los líderes y sacerdotes de Israel les habían prohibido hablar en el nombre de Jesús, los santos oraron. En su oración invocaron unánimemente el gran poder de Dios, pero no pidieron ser librados de la persecución, sino que se les con­cediera predicar la Palabra con denuedo, y que Dios extendie­ra la mano e hiciera señales y prodigios que confirmaran el mensaje. La respuesta de Dios fue adecuada a la necesidad. No solo les dio el denuedo que pedían, sino que los llenó del Espíritu Santo, y causa de ello «predicaron con denuedo la Palabra de Dios» (Hechos 4.18-31).

Extracto del libro “El Poder de su Presencia”

Por Alberto Mottesi

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Psicólogo, docente, consultor familiar, conferencista y autor (Verdades Que Sanan, Desafíos Para Jóvenes y Adolescentes). Trabajé con la niñez y la formación de maestros de niños. Fui pastor de adolescentes y jóvenes por más de 10 años. En la actualidad me dedico a enseñar, escribir, dictar conferencias y dirigir www.devocionaldiario.org y www.desafiojoven.com, donde millones de personas son alentadas, edificadas y fortalecidas en su fe. Casado y padre de tres hijos.

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