Nunca olvidaré el desayuno que compartí una vez con un famoso pastor, quien fue a parar en una cuneta moral con crisis nerviosa. Mi única función fue ser un hermano para él, y hacerle saber que Dios aun se preocupaba por él.

—¿Cómo estás manteniendo a tu familia? —le pregunté esa mañana, cuando estábamos sentamos uno frente al otro en el restaurante.

—Bueno —contestó, tenía encogidos los hombros, y la voz llena de tristeza—, te cuento que la familia se fue.

—¡Vaya! Lo siento mucho. No lo sabía —dije suavemen­te—. Entonces, ¿cómo te estás manteniendo estos días?

Mi amigo intentó formular las palabras, pero estas perma­necían atrapadas en su garganta.

—Estoy vendiendo zapatos —pudo articular finalmente, después de lo cual escondió el rostro entre las manos y comen­zó a sollozar.

No pretendo ofender a nadie en ventas al detalle, pero este líder del reino no había sido llamado para vender zapatos. Por muchos años amó el desafío, la emoción y la plenitud del lide­razgo de la iglesia. Sin embargo, esa mañana en la mesa del desa­yuno, él sabía que nunca asumiría deberes pastorales otra vez. Después de haber recobrado el control de sus emociones, relató toda una lista de modificaciones que debió haber incorporado a su vida, las cuales quizás lo habrían llevado a un resultado total­mente distinto. Lo que profundizó más su dolor esa mañana fue reconocer que hace unos años pensó hacer algunos de esos cambios, pero no los hizo.

Cuando pregunto a líderes que se han descalificado a sí mismos del ministerio, por qué no introdujeron cambios que habrían hecho sus vidas más llevaderas, la respuesta más frecuente es: «No tuve osadía. No pude reunir el valor. No me atreví a molestar a alguien. Sabía que esto me bajaría en la cla­sificación de Nielsen. Temía que la gente pensara que yo no es­taba comprometido, o que no estaba dispuesto a sufrir o sacri­ficarme. No quería que pensaran que yo no era un jugador de equipo».

Cuando pregunto a estas mismas personas qué cambiarían si tuvieran otra oportunidad, cada vez escucho la misma res­puesta: «Examinaría mi vida y cambiaría lo que necesitara cam­bio, para aumentar las probabilidades de sustentabilidad. Luego dejaría que todas las piezas cayeran en su lugar. Esto tal vez no habría agradado a algunas personas, y quizás me habrían critica­do. Pero al menos, hoy seguiría aún en el ministerio».

Estas personas, una por una, desean haber hecho las cosas de modo diferente.

No sé qué percepción tenga usted de mí. A la distancia tal vez le parezca insensible a la crítica. Pero no lo soy. En realidad soy muy sensible a la desaprobación de la gente. Casi destrozo mi vida, mi matrimonio, mi ministerio y mi salud, en lugar de arriesgarme al desagrado de la gente hacia mí. Llegaré aun a de­cirle cuál es mi mayor punto de sensibilidad: hacer cualquier cosa que lleve a la gente a cuestionar mi disposición de pagar el precio de ser un comprometido seguidor de Cristo.

La sensibilidad con respecto a mi nivel de compromiso per­cibido me ha hecho insoportablemente dolorosa toda decisión de sustentabilidad.

Extracto del libro “Liderazgo Audaz”

Por Bill Hybels

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Psicólogo, docente, consultor familiar, conferencista y autor (Verdades Que Sanan, Desafíos Para Jóvenes y Adolescentes). Trabajé con la niñez y la formación de maestros de niños. Fui pastor de adolescentes y jóvenes por más de 10 años. En la actualidad me dedico a enseñar, escribir, dictar conferencias y dirigir www.devocionaldiario.org y www.desafiojoven.com, donde millones de personas son alentadas, edificadas y fortalecidas en su fe. Casado y padre de tres hijos.

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