Poesías Cristianas – Marginado
El hombre vaga desnudo
vocifera maldades,
duerme sobre calaveras,
¿a quién puede importarle?
¿Duerme…? ¿Descansa…?
¿Descansar cuando el alma
desdichada agoniza
gimiendo libertad?
¿Cuándo enloquecido
sangra el corazón herido
tormentos y delirios?
Piedras desgarran su carne
se confunden en su cuerpo
el sudor y la sangre.
Sociólogos, analistas,
incrédulos comentan
el extraño fenómeno:
-“Posiblemente psicosis”.
-«¡No! Alienación extrema”.
Búrlate infierno y llamas,
búrlate… detrás
de aquellas máscaras.
-“¡Necios! -clama el infinito-
el demonio lo ata”.
Clama… y nadie oye.
¿Oír lo que no se cree?
¿Creer lo que no se ve?
Creen solo en su saber.
Suciedad, espumarajos,
maldición en su mirada,
cadenas desgarradas.
Pecado, infierno, hombres:
-“Harapos es vuestro loco,
un cauce de agua seco”.
Ve, ave negra de muerte,
vuela tus vuelos últimos,
trina tus agonías.
Esfuerza tus negras alas
al ocaso siempre ardiente
allí aguarda tu muerte.
Cárcel de fuerzas extrañas,
esclavizada la mente,
y prisionera el alma.
Desespera, ¡enloquece!,
agoniza entre llantos,
gime la voz de la muerte.
Los hombres hacen poco.
Los hombres hacen… nada.
Vanas las soluciones:
Cadena, grillos, temores.
Ciencia que solo condenas
a una existencia pobre.
Sociedad, ¿qué harás con él
cuando camine cerca
de tu festiva ciudad,
y se acerque a tus niños,
y quiera con alguien hablar?
¿Tendrás listas tus cadenas,
tu maltrato, tu impotencia?
¿Cómo callarás sus gritos
que perturban lastimeros
la vigilia y los sueños
de la noche, en tu ciudad?
Dime sociedad: ¿qué harás
para tenerlo sujeto
a tus leyes y decretos?
¡Desecha al marginado,
olvida su soledad,
desoye inclemente
sus ruegos, sus gritos, su mal!
Déjalo que vague lejos…
lejos de tu ciudad.
El demonio lo impele
a vagar por arenales,
donde no hay caminos,
donde hay soledades.
Donde mueren esperanzas
y florecen silenciosas
frías muertes que aguardan.
Existencia condenada.
Impulsado a errar
en su profundidad,
es ardiente el desierto
del alma sin libertad.
¿Quién desatara su alma?
Oprimida, aterrada,
vencida y endemoniada.
¿Dónde esta el conocimiento
que lo arranque de su infierno?
Pronto morirá el día
en su negro atardecer.
La noche ocultará
su despreciado ser.
Pero cuando el día nazca
amanecerá su alma.
Alguien se aproxima al pueblo…
un forastero tal vez.
La gente lo desconoce,
mas el demonio sabe.
¡Enloquece a su víctima,
chilla, lastima su carne!
Y corriendo hacia el hombre
lo enfrenta con temores.
Jesús avanza. No hay
espanto en su mirada.
No rechaza al marginado,
no siente repugnancia.
No lleva grillos hirientes,
ni cadenas oxidadas.
Sus ojos… Hay algo en ellos.
Parecen nacidos del cielo.
No miran el polvo
ni al tumultuoso pueblo,
miran el rojo infierno
en los sangrantes ojos
de aquel gadareno.
-“¡Legión endemoniada,
infierno de maldad,
fuera de este hombre,
ya no tienes potestad!”-
Su palabra penetra
desatando mil fuerzas
y estalla el infierno
en locuras siniestras.
Violencia sacude al cuerpo,
y el hombre corre, grita,
se hinca a sus pies y exclama:
-“¡Jesús, ¿qué tienes conmigo?!
¡Hijo del Altísimo
no me atormentes más!”
No es palabra de hombre.
Son las voces del mal.
-“¡Envíanos a los cerdos!”-
ruega la fétida maldad.
El hombre se estremece,
el infierno se va.
El corazón agitado
descansa ya.
Sentado, vestido, en paz.
No hay blasfemias, ni maldad.
En su cabal juicio, mira
a Jesús nazareno;
y mira a los hombres
que tanto mal le hicieron:
-“Jesús llévame contigo”-
es el ruego lastimero
-“no me dejes entre ellos.
Hieren sus grillos viejos,
marginan sus desprecios.
Jesús llévame contigo.
Déjame seguir viendo
la calma de tus ojos,
ojos nacido del cielo.
Déjame oír palabras
de calma y consuelo.
Déjame sentir tu amor.
Déjame entender, Jesús,
tus verdades, tus misterios.
Señor llévame contigo,
no me dejes, te lo ruego».
-“Ve, cuéntales a los tuyos
que Dios hizo grandes cosas,
que Él libro tu alma,
que tuvo misericordia”.
Regocíjate hombre,
blanca paloma de paz.
Grita a los cuatro vientos
tu canción de libertad.
Nunca será un sepulcro
tu habitación final,
perteneces al cielo,
allí espera tu hogar.
No serán cadenas grises
quienes prendan tu carne,
ni será Satanás
quien impío te maltrate.
Ya no habrá en tu alma
el olor fétido del mal,
ni habrá en tu mente
resabios de impiedad.
Huele fragancias de vida,
el aroma de la paz,
la quietud de los álamos,
¡vive, hombre, en libertad!
Desecha tus viejas prendas,
tus harapos y desnudez,
Jesús te ha vestido
de vida, luz y poder.
Anda, clama en la ciudad
que has sido liberado
por el hombre que ellos
expulsan, aterrados.
Clama en los arenales
que fuiste un marginado,
desechado por los hombres,
despreciado…, olvidado.
Y fuiste recogido
por el Cristo encarnado.
Anda, hombre, ve, cuéntales
las maravillas de Él.
Fuiste un marginado,
poseído, condenado,
canta tu nueva canción:
-“En Cristo soy aceptado,
renacido, ¡liberado!”
Aunque no soy un muy buen escritor de poesías siento un especial afecto por esta. La escribí en el año 1990, en una época en la que yo mismo estaba en la búsqueda de mi identidad espiritual, y la pregunta «¿quién soy en Cristo?» rondaba permanentemente en mi cabeza. Cuando tuve la respuesta, pude darle un cierre a la poesía del marginado. Lo que todo marginado necesita, además de mejores leyes sociales es un encuentro transformador con el amor incondicional del Señor Jesús.
Por Edgardo Tosoni