Predicaciones – La Iglesia en América Latina 2

 

Continuemos.

Dios previa­mente declaró un destino para nosotros (y esto no tiene que ver con la salvación, sino con la meta de la vida). Ese destino es que cada uno de nosotros fuera adoptado dentro de la familia de Dios para ser transformado en la misma imagen del hermano mayor Jesucristo. Por lo tanto, si ninguno se ha ganado el derecho de ser hijo, sino que por la pura gracia y misericordia de Dios recibimos la condición de hijos, ¿quién nos da derecho a crear nuestros propios grupitos y separarnos de los otros? Repito, lazos de sangre y amor nos unen.

¡Esto no significa el abandono de convicciones! Los prin­cipios eternos de la Palabra de Dios no están en venta. Nada tiene que ver con la fusión orgánica de distintos grupos. Sí implica el reconocimiento de la necesidad que tenemos los unos de los otros, ya que todos bebemos de la fuente común.

Es imposible estar ligados a la cabeza si no lo estamos también con los demás miembros el cuerpo. Pablo dice que la edificación amorosa de la Iglesia ocurre cuando «la cabeza, esto es Cristo, de quien todo el cuerpo bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su creci­miento para ir edificándose en amor» (Efesios 4.15-16).

La Biblia nos ordena amarnos los unos a los otros. No solo tolerarnos, sino amamos con toda sinceridad: «En esto cono­cerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13.35).

¡Maravilloso! El más eficiente de todos los métodos evangelizadores es la expresión del amor interno que la Iglesia le muestre al mundo externo! Jesús dijo: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado (con esa intensidad, con tal entrega, aun dando la vida por los demás) que también os améis los unos a los otros» (Juan 13.34).

No se nos exige que celebremos el culto de la misma manera ni que nuestras reglas sean uniformes. Pero sí se nos exige amarnos unos a otros con visibles manifestaciones de nuestro amor.

En su primera epístola, el apóstol Juan nos dice: «En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios» (3.10). ¡Cómo! ¿No es que los hijos de Dios se conocen porque un día vinieron a la reunión, levantaron la mano, aceptaron a Cristo, ahora no faltan a los cultos, dan los diezmos y las ofrendas, traen la Biblia, cantan, comen juntos…? ¡No!, eso es bueno y necesario, pero Juan dice que la señal es el amor a los hermanos.

Entonces, ¿cómo puede uno saber que de verdad ha nacido de nuevo? ¿Cómo puede uno estar seguro de la salvación? Bueno, Juan lo dice también: «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte» (3.14). ¿Oyó eso? El que no ama a su hermano, está muerto, no tiene vida, ¡y Cristo es la vida! Esto me asusta, me pone los pelos de punta. Estar muerto espiritualmente es vivir en estado de condenación. Estar vivo espiritualmente es haber «nacido de nuevo». Porque no se trata de ser indiferente con el hermano, ni de no tomarlo en cuenta, ni de decir: «Él por su lado y yo por el mío». No nos queda opción, hay que amar al hermano, esa es la señal de que tenemos la vida de Dios en nosotros mismos.

(CONTINÚA…)

Extracto del libro “El Poder de su Presencia”

Por Alberto Mottesi

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Psicólogo, docente, consultor familiar, conferencista y autor (Verdades Que Sanan, Desafíos Para Jóvenes y Adolescentes). Trabajé con la niñez y la formación de maestros de niños. Fui pastor de adolescentes y jóvenes por más de 10 años. En la actualidad me dedico a enseñar, escribir, dictar conferencias y dirigir www.devocionaldiario.org y www.desafiojoven.com, donde millones de personas son alentadas, edificadas y fortalecidas en su fe. Casado y padre de tres hijos.

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