Inicio Clásicos Clásicos – C. H. Spurgeon SALMO 8 (1)

Clásicos – C. H. Spurgeon SALMO 8 (1)

Clásicos Cristianos – Salmo 8 (1)

 

Vs.1. ¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos.

Incapaz de expresar la gloria de Dios, el Salmista profiere una exclamación: ¡Oh Jehová, Señor nuestro! La estructura sólida del universo se apoya sobre su brazo eterno. Él está presente universalmente, y por todas partes su nombre es excelente.

Desciende, si quieres, a las mayores profundidades del océano, donde duerme el agua imperturbable, y la misma arena, inmóvil en quietud perenne, proclama que el Señor está allí, revelando su excelencia en el palacio silencioso del mar. Pide prestadas las alas de la mañana y recorre los confines más distantes del mar, y Dios está allí. Sube a los más altos cielos, o lánzate al infierno más profundo, y Dios es en uno y Otro, cantado en un cántico eterno o justificado en una venganza terrible. Por todas partes y en todo lugar, Dios reside y es manifestado en su obra.

Apenas podemos hallar palabras más apropiadas que las de Nehemías 9:6. Volviendo al texto, nos lleva a observar que este Salmo es dirigido a Dios, porque nadie sino el Señor mismo puede plenamente conocer su propia gloria.

 

Vs.2. Por boca de los niños y de los que maman, afirmas tu fortaleza frente a tus adversarios.

¡Con qué frecuencia los niños nos hablan de un Dios al cual nosotros hemos olvidado! ¿No proclamaron su «¡Hosanna!» los niños en el Templo, cuando los fariseos, orgullosos, guardaban silencio y mostraban desprecio? ¿Y no cita el Salvador estas mismas palabras como justificación de sus gritos infantiles?

Fox nos dice en su Libro de los Mártires que cuando Mr. Lawrence fue quemado en Colchester, después de llevarle a la hoguera en una silla porque a causa de la crueldad de los papistas no podía sostenerse en pie, varios niños acudieron cerca de la hoguera y gritaron, diciendo según ellos pudieron: «Señor, fortalece a tu siervo, y guarda su promesa.» Dios contestó su oración, porque Mr. Lawrence murió con una calma y una firmeza que cualquiera podría desear para sí en sus últimos momentos.

Cuando uno de los capellanes papistas le dijo a Mr. Wishart, el gran mártir escocés, que tenía dentro de sí un diablo, un niño que estaba cerca exclamó: «Un diablo no puede decir palabras como las que dice este hombre.»

Un ejemplo más lo tenemos en un período más cercano a nuestros tiempos. En una posdata a una de sus cartas, en la cual detalla su persecución cuando empezó a predicar en Moorfields, Whitefield dice: «No puedo por menos que añadir que varios niños y niñas que acostumbraban sentarse alrededor de mí en el púlpito mientras predicaba, y me entregaban las notas que les daba la gente por más que con frecuencia les acertaran con huevos podridos, fruta, fango, etc., que iban dirigidos a mí, nunca cedieron y dejaron de hacerlo; al contrario, cada vez que me tocaban con algo, me miraban con sus ojuelos llenos de lágrimas, y parecía que deseaban recibir los impactos dirigidos a mí. Dios hizo de ellos, en sus años de crecimiento, mártires grandes y vivos para El, que «¡de la boca de los niños y de los que maman perfecciona la alabanza!»

¿Quiénes son estos «niños y niñas que maman»? El hombre en general, que viene de un comienzo tan débil y pobre como son los niños y los que maman, con todo, acaba teniendo tal poder que puede enfrentarse y vencer al enemigo y al rebelde. Los apóstoles, cuya apariencia externa era deplorable, en cierto sentido comparable a los niños y a los que maman si los cotejamos con los grandes del mundo, aunque criaturas pobres y despreciadas, eran, con todo, instrumentos principales al servicio y gloria de Dios. Por tanto, es notable que cuando Cristo glorificó a su Padre por la dispensación sabia y gratuita de su gracia salvadora (Mateo 11:25), dijera: «Te doy gracias, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas de los sabios y los prudentes, y las has revelado a los niños.»

(CONTINÚA…)

Extracto del libro “El Tesoro de David”

Por C. H. Spurgeon

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