Llegué a otro límite de mis fuerzas a principios de la década de los noventa. La carga de predicación en Willow comenzaba a desgastarme. Estaba enseñando en dos cultos de mitad de semana y en cuatro de fin de semana, sin mencionar fiestas especiales, reuniones de personal, retiros de liderazgo y conferencias de líderes de iglesias. Casi todo momento del día en que yo estaba despierto, lo usaba en estudiar mensajes, escribir mensajes, orar por los mensajes, dar mensajes y recuperarme después de darlos. Comencé a pensar que era una máquina de mensajes. Bromeaba con mis hijos: «Necesito algunas ilustraciones. Hagan algo digno de un mensaje. Hagan que los boten del colegio, lo que sea. ¡Simplemente necesito material!»
Pero, al fin comprendí, que el molino de mensajes que estaba haciendo estragos en mí ya no era un asunto de broma. Me estaba dejando emocional y espiritualmente vacío. Comencé a temer ante el solo pensamiento de otra asignación de enseñanza. Fantaseaba con regresar al mundo mercantil, y hasta me entretuve con algunas ofertas de comerciantes amigos, antes de darme cuenta de lo que estaba impulsando todo esto: Demasiada enseñanza.
Dios no había cambiado mi llamado. Aún tenía una enorme pasión por la iglesia local. Aún estaba convencido de que esa era la esperanza del mundo. Solo que no soportaba el pensamiento de que cada día, por el resto de mi vida, iba a estar a tres días (¡a lo máximo!) de tener que dar un mensaje completamente nuevo.
Por consiguiente, un día decidí pasarme al lado de la solución del problema, y oré a Dios por creatividad. En cuestión de horas había bosquejado una propuesta alrededor del concepto de enseñanza de equipo. La idea era que yo levantaría un equipo de hombres y mujeres con el don espiritual de la enseñanza. Luego los entrenaría hasta el punto de que la gente en Willow no le importara quién estaba enseñando en cualquier culto. Yo lideraría el equipo, daría las asignaciones de enseñanza, y hasta dictaría una porción de ella. Sin embargo, compartir la carga era el único camino que yo veía de poder permanecer en el ministerio.
Comenté mi idea entre algunos de mis amigos asesores de pastores y de iglesias. Para mi total asombro, casi todos la descartaron. Algunos advirtieron: «No funcionará. Las iglesias necesitan un comunicador, especialmente las grandes». Otros dijeron: «Solo el pastor principal debería tener el púlpito. Compartirlo traerá desastre». Recibí respuesta negativa de toda autoridad reconocida de la iglesia con quien hablé. Cuando nuestros ancianos discutieron el asunto, se sintieron muy desilusionados de escuchar las opiniones de los expertos. No obstante, también reflexionaron ante la realidad de que yo me estaba hundiendo rápidamente, y que no temamos otras opciones sobre la mesa. Así que suplicamos la ayuda de Dios y proseguimos.
Mientras formábamos un equipo de enseñanza, y comenzamos a compartir la carga, la respuesta era previsible: «Por quince años, yo solo he escuchado a Bill. No quiero escuchar a nadie más. ¿Quién es este tipo nuevo? ¿Por qué está allá arriba, mientras Bill está sentado en la primera fila?» Se hicieron las inevitables comparaciones, y hasta bajó la asistencia cuando ciertos maestros hacían series de varias semanas; pero persistimos, continuando con el entrenamiento de nuevos maestros y orando porque Dios madurara a nuestra congregación.
Una década más tarde, no nos arrepentimos de la enseñanza en equipo. Nuestra gente no solo la aceptó sino que también la adoptó. Dudo que alguien en Willow desee alguna vez volver a los días de un solo comunicador.
El punto es que la sustentabilidad requiere pensamiento intencional y prosolución, así como valor para adoptar el nuevo enfoque, aun cuando haya resistencia. A menudo el precio parece alto, pero al final vale la pena.
Extracto del libro “Liderazgo Audaz”
Por Bill Hybels