«CIERTAMENTE EL BIEN Y LA MISERICORDIA ME SEGUIRÁN TODOS LOS DÍAS DE MI VIDA, Y EN LA CASA DE JEHOVÁ MORARÉ POR LARGOS DÍAS». Salmos 23.6

En el año 2006, se fue con el Señor mi papá, quien como conté unos capítulos atrás fue en realidad mi padrastro. Desde mis cinco años de edad, cuando se casó con mi mamá, llegó a ser mi padre en toda la extensión de la palabra. Fue la persona que Dios escogió para formarme como hombre, ministro, hijo, padre y profesional. Su aportación natural y espiritual a mi vida es, literalmente, inmedible. Por eso, puedo decir sin lugar a equivocarme que él fue la persona que más influyó en mi vida.

Cuando él murió, nos dejó a toda la familia una herencia incalculable, aunque no de bienes materiales, porque no tenía muchas propiedades aquí en esta tierra. Tampoco nos dejó dinero en el banco, ya que casi todo el dinero que le llegaba lo invertía para la obra del Reino, a la que se dedicó la mayor parte de su vida. Pero la riqueza inmensa que nos dejó tiene que ver con su legado. Su carácter intachable, su integridad impecable, su entrega absoluta al Señor, su ejemplo de rectitud y honradez han sido nuestra principal herencia. Fue un hombre de convicciones fuertes y definidas. Vivía con los propósitos de su vida muy bien resueltos y ejecutados en total congruencia con quien era como ser humano. Fue el mismo en el púlpito que en la casa. Su trato con todos era ecuánime. Nunca vi a dos personas, siempre fue uno solo.

El día del funeral vinieron sus amigos de muchos lugares diferentes del mundo para honrarlo y celebrar la memoria de esta gran persona. A la mitad del servicio, me empecé a dar cuenta de que había varias palabras que se repetían con frecuencia en los labios de quienes lo habían conocido a lo largo de sus setenta y cuatro años. Palabras como integridad, humildad, entrega, pasión por la Palabra, buen sentido del humor. En efecto, todos los que tuvimos el honor de estar en su vida podemos decir un fuerte y rotundo amén ante cada una de esas palabras, porque lo describen a la perfección. Mi papá fue un hombre riquísimo, sin tener dinero. Fue rico al poseer una serie de grandes actitudes que definían su ética de vida.

He llegado a una estación en mi vida en la cual reflexiono mucho sobre cuál será la herencia que les dejaré a mis hijos, tanto naturales como espirituales. En Proverbios 13.22 dice que el hombre «bueno» dejará herederos a los hijos de sus hijos. Otra versión dice: «una persona de bien» al referirse al hombre bueno. Mi papá fue ese hombre. Cuánta riqueza espiritual y moral nos dejó. Muchas veces me pregunto si podré dar el ancho que él dio. Es mi anhelo darlo. Cuando me siento desfallecer, me basta traer a la memoria su vida y escuchar de nuevo algunos de los consejos que me dejó, entonces me vuelvo a entusiasmar con la encomienda de dejar herederos a los hijos de mis hijos.

Hay dos definiciones principales de la palabra legado. La primera tiene que ver con «bienes materiales o posesiones que alguien le deja en herencia a su descendencia». La segunda definición tiene que ver con «valores, pensamientos y principios que igualmente se pasan a la siguiente generación». Cada uno de nosotros tenemos que tomar el tiempo para revisar cuáles son los valores que nos han definido porque, queramos o no, seremos recordados por esos valores.

Este capítulo tiene que ver con el legado que desearía dejar a mis hijos, naturales y espirituales.

Con más de treinta y tres años de experiencia en el ministerio a tiempo completo y con más de medio siglo vivido, hay algunos conceptos que me definen y caracterizan. Al igual que mi papá, creo que la herencia más importante que pueda dejar a los líderes y cristianos de hoy no será monetaria, sino en actitudes que deben definir nuestra vida. Actitudes que se convierten en hábitos, que luego se hacen parte de nuestra manera integral de vivir. Ya ni los pensamos, solo los practicamos porque se han convertido en las actitudes fundamentales que guían nuestra vida.

NUNCA PEDIRÍA DE OTRO ALGO QUE NO ESTUVIERA YO DISPUESTO A VIVIR.

Existen muy buenos libros que hablan sobre las actitudes y los secretos del liderazgo, y no pretendo volver a definir algo que por mucho tiempo ha sido excelentemente explicado. Bastaría con solo buscar un buen libro al respecto y refrescar la memoria. Uno de los mejores libros que leí al respecto es de John C. Maxwell titulado Lo que marca la diferencia. Él nos aconseja que convirtamos la actitud en nuestra posesión más valiosa. La actitud, advierte Maxwell, es el gran facilitador, ya que nuestra actitud, buena o mala, podría determinar si tendremos éxito o fracaso. Si no decidimos bien en cuanto a las actitudes que abrazaremos, esa mala decisión hará la diferencia en lo que respecta al final de nuestra vida.

La pregunta que me hice al empezar a escribir este capítulo fue: ¿cuáles serían las actitudes que más me gustaría ver en mis hijos en la fe? Para contestar esa interrogante me tuve que preguntar cuáles eran las actitudes más importantes para mi vida. Me pregunté cuáles serían las actitudes que he demostrado a través de mis acciones y ejemplo, ya que nunca pediría de otro algo que no estuviera yo dispuesto a vivir. Llegué a cinco ejes en los cuales considero que han girado los engranajes de mi vida.

Las cinco actitudes más importantes para mí las presento a continuación.

JAMÁS DEJES DE APRENDER

El único día que es válido dejar de aprender es el día en que muramos. Pero mientras tengamos vida, debemos buscar cada oportunidad para aprender. Es increíble pensar que la mayoría de nosotros nos vamos a la tumba con el intelecto sumamente subdesarrollado. Podemos ser muchos que estamos vivos, pero muertos intelectualmente. Dejamos de leer, dejamos de investigar, dejamos de cuestionar, dejamos de indagar, dejamos de preguntar. Simplemente entramos en un receso mental al estilo «piloto automático» en los aviones, donde la computadora hace todo el trabajo y los pilotos se quedan dormidos al mando. De hecho, existen varias historias trágicas en las que los pilotos se han quedado dormidos al mando, mientras el piloto automático voló a todos a un trágico destino eterno. Muchos líderes están llevando a sus seguidores a un triste final solo porque no están dispuestos a seguir en control del timón. El dejar de aprender es una fórmula segura para terminar en el fracaso.

¿CÓMO EVITAR QUE EL ESPÍRITU DEJE / CESE DE APRENDER?

  1. No sea un sabelotodo. Entérese de que hay muchas personas a su alrededor que saben mucho más que usted. Tenga la inteligencia para acercarse a esas personas y aprender todo lo que pueda. Si usted es la persona más brillante e inteligente en el grupo que siempre frecuenta, entonces debería buscarse otro grupo donde haya personas más inteligentes que usted, personas que lo desafíen y lo cuestionen. Esto nos estira y nos agudiza intelectualmente.

SI USTED ES LA PERSONA MÁS BRILLANTE E INTELIGENTE EN EL GRUPO QUE SIEMPRE FRECUENTA, ENTONCES DEBERÍA BUSCARSE OTRO GRUPO.

  1. Escuche agresivamente. Si es la persona que siempre está hablando en el grupo de personas que lo rodean, es posible que usted haya dejado de aprender. Deles una oportunidad a los demás de tener algo que decir. En esos ratos cuando otros hablan, escuche atentamente y permita que la ocasión le enseñe algo. Se sorprenderá de las cosas que podemos aprender cuando hacemos un silencio.
  2. Mantenga un compromiso de honrar a otros. El honrar y reconocer lo que otros están logrando es un gran paso para mantener un espíritu que aprende, porque al honrar a otros, decimos, en efecto, «No soy el único que obtiene resultados en su liderazgo». El reconocer que otros también tienen éxito, nos posiciona para poder aprender de esas personas. Si solo estamos impresionados con el trabajo que nosotros mismos estamos haciendo, lo más probable es que hayamos dejado de tener un espíritu que aprende. Vea a su alrededor. Haga una lista de los nombres de aquellas personas que usted admira y honra. Si esa lista es cortita, debe pedirle al Señor que le dé un espíritu que se mantenga aprendiendo.
  3. Permita que le cuestionen. Hay algunos líderes que piensan que nadie les puede objetar ni tener una opinión distinta a la de ellos. Típicamente, esos son líderes muy inseguros y peligrosos. El que tiene un espíritu dispuesto a aprender permite que los demás le cuestionen el porqué hace esto o aquello. Las personas que quieren seguir aprendiendo son aquellas que no solo permiten que les cuestionen, sino que piden ser cuestionadas. El tener la oportunidad de ser cuestionados nos estira intelectualmente.

Una práctica sencilla que podemos emplear en nuestra vida para siempre mantenernos aprendiendo es desarrollar un sencillo «plan de crecimiento personal». Este plan, en torno a nuestra vocación, puede ser útil para crecer constantemente y mejorar en aquello que hacemos. Es un plan que funciona para todas las disciplinas, artes o ciencia:

  • Lea todo lo que pueda sobre su vocación.
  • Asista a eventos donde le enseñen dinámicas relacionadas con su vocación.
  • Búsquese un mentor en el área de su vocación y pídale que le dé asesorías esporádicas.
  • Practique continuamente su vocación. La mejor manera de aprender es en la práctica.

Al inicio de esta sección comenté que el único día que se permitía dejar de aprender era el de nuestra muerte. De hecho, si dejamos de aprender, moriremos… en vida.

SER SIEMPRE AMABLE CON LAS PERSONAS

No me explico por qué hay tantos cristianos tan bravos con la gente. Tampoco entiendo por qué sentimos tener el derecho de utilizar la Biblia como una herramienta de golpes. Versículo tras versículo se utilizan en contra de las personas que no piensan igual a ellos. Los que golpean con la Biblia con frecuencia se justifican con la frase de que están «defendiendo el evangelio». Mi comentario al respecto es que el evangelio no requiere de nuestra defensa. Se defiende por sí solo. Si dependiera de nuestra defensa, entonces sería un evangelio muy débil.

Lo único que el evangelio requiere de nosotros es nuestra fe en, y obediencia a, Él. No utilicemos nuestra pasión por la Palabra de Dios como arma para golpear a aquellos que no la entienden de la misma manera que nosotros. Tampoco debemos ser ásperos y groseros con aquellos que mantienen un estilo de vida que se sale de los parámetros que establece la Palabra. El pecador sabe que es pecador. No hace falta que se lo estemos recordando.

Extracto del libro “Los 8 Hábitos de los Mejores Líderes”

Por Marcos Witt

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Psicólogo, docente, consultor familiar, conferencista y autor (Verdades Que Sanan, Desafíos Para Jóvenes y Adolescentes). Trabajé con la niñez y la formación de maestros de niños. Fui pastor de adolescentes y jóvenes por más de 10 años. En la actualidad me dedico a enseñar, escribir, dictar conferencias y dirigir www.devocionaldiario.org y www.desafiojoven.com, donde millones de personas son alentadas, edificadas y fortalecidas en su fe. Casado y padre de tres hijos.

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