Devocionales Cristianos – Bienaventurados los que Tienen Hambre y Sed de Justicia.

 

Pasaje clave: Mateo 5:6.

 

Hambre y Sed de Justicia.

En el canto de la virgen María, el Magnificat, el espiritualmente pobre y el que espiritualmente tiene hambre ya habían sido asociados, y se había declarado benditos a ambos. Porque Dios «a los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos».

Este principio general es particularizado aquí. Los hambrientos y sedientos, a los que Dios satisface son aquellos que «tienen hambre y sed de justicia». Tal hambre espiritual es una característica de todo el pueblo de Dios, cuya ambición suprema no es material sino espiritual. Los cristianos no están como los paganos, absortos en la búsqueda de posesiones; lo que se han propuesto «buscar primero» es el reino de Dios y su justicia».

La justicia en la Biblia tiene por lo menos tres aspectos: legal, moral y social.

La justicia legal es justificación, una relación correcta con Dios. Los judíos «iban tras la justicia», escribió Pablo más tarde, pero fallaron en alcanzarla porque iban tras ella por el camino equivocado. Procuraban «establecer la (justicia) suya propia» y «no se han sujetado a la justicia de Dios la cual es Cristo mismo».

La justicia moral es aquella justicia de carácter y conducta que agrada a Dios. Después de las bienaventuranzas, Jesús continúa contrastando esta justicia cristiana con la justicia de los fariseos. Esta última era una conformidad externa a reglas; la primera es una justicia interior del corazón, voluntad e intención. Por esta clase de justicia deberíamos tener hambre y sed.

Sería un error suponer, sin embargo, que la palabra bíblica «justicia» significa solamente una relación correcta con Dios por una parte y una justicia moral de carácter y conducta por la otra.

La justicia bíblica es más que un asunto privado y personal: incluye también la justicia social. Y la justicia social, como aprendemos de la ley y los profetas, se interesa por la liberación del hombre de la opresión, al igual que por la promoción de los derechos civiles, la justicia en las cortes legales, la integridad en las relaciones comerciales y el honor en el hogar y los asuntos familiares. Así los cristianos están comprometidos a tener hambre de justicia en la comunidad humana en su totalidad como algo que agrada a un Dios justo.

No hay quizás mayor secreto para el progreso en la vida cristiana que un apetito espiritual vigoroso y saludable. Una y otra vez las Escrituras dirigen sus promesas a los que tienen hambre. Dios «sacia el alma menesterosa, y llena de bien al alma hambrienta».

Si tenemos conciencia de poco crecimiento, ¿no será por qué tenemos un apetito apagado? No basta llorar por el pecado pasado, debemos también tener hambre de justicia futura. No obstante en esta vida nuestra hambre nunca será plenamente saciada, ni nuestra sed totalmente apagada. En verdad, recibimos la satisfacción que la bienaventuranza promete.

Pero nuestra hambre se satisface sólo para estallar de nuevo. Aun la promesa de Jesús de que cualquiera que beba el agua que él da «no tendrá sed jamás» se cumple solamente si nos mantenemos bebiendo». Cuídense de aquellos que pretenden “haberlas alcanzado, y que miran hacia la experiencia pasada más que hacia el desarrollo futuro”.

Como todas las cualidades incluidas en las bienaventuranzas, el hambre y la sed son características perpetuas de los discípulos de Jesús, tan perpetuas como la pobreza de espíritu, la mansedumbre y el llanto. Sólo cuando alcancemos el cielo no tendremos «más hambre ni sed», porque sólo entonces Cristo nuestro Pastor nos guiará «a fuentes de aguas de vida”.

Más aún, Dios ha prometido un día de juicio, en el que el bien triunfará y el mal será destruido, y después del cual habrá «cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia». También nosotros anhelamos esa vindicación final y no seremos defraudados.

Recapitulando, podemos ver que las primeras cuatro bienaventuranzas revelan una progresión espiritual de implacable lógica. Cada paso lleva al siguiente y presupone el anterior.

Para comenzar, debemos ser «pobres de espíritu», reconociendo nuestra completa y terminante bancarrota espiritual ante Dios.

Enseguida, debemos «llorar» por su causa, es decir nuestros pecados, y también nuestro pecado, la corrupción de nuestra naturaleza caída, y el reino del pecado y la muerte en el mundo.

En tercer lugar, debemos ser «mansos”, humildes y gentiles hacia los demás, permitiendo que nuestra pobreza espiritual (admitida y sentida) condicione nuestra conducta hacia ellos tanto como hacia Dios.

Y en cuarto lugar, debemos tener «hambre y sed de justicia». Porque ¿cuál es la utilidad de confesar y lamentar nuestro pecado, de reconocer la verdad sobre nosotros mismos ante Dios y los hombres, si nos quedamos allí?

Extracto del libro “El Sermón del Monte”

Por John Stott

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