La Oración – El Toque de Grandeza 2
Continuemos.
Lo admito, los héroes cinematográficos parecen no tener necesidad de la dependencia, pero a usted y a mí se nos hizo para ella. Depender de Dios hace héroes de personas comunes como Jabes, usted o yo. ¿Cómo? Estamos obligados a clamar con Jabes esta tercera súplica desesperada: «¡Oh, si tu mano estuviera conmigo!».
Con ella liberamos el poder de Dios para cumplir su voluntad y darle a Él la gloria por medio de todas aquellas cosas que parecen imposibles.
Debemos enfatizar que Jabes al iniciar su oración no pidió que la mano de Dios estuviera con él. En ese momento no experimentaba tal necesidad. Las cosas eran todavía manejables. Sus riesgos, y los temores que van con ellos, eran mínimos. Mas cuando sus fronteras se ensancharon y las tareas de la agenda de Dios, tan grandes como un reino, empezaron a llegarle, Jabes supo que necesitaba la mano divina, y rápido. Pudo haber regresado o intentar seguir con sus propias fuerzas. Pero, en cambio, oró.
Si buscar las bendiciones de Dios es nuestro acto definitivo de adoración y si pedir hacer más para Él es nuestra ambición máxima, entonces implorar la mano de Dios sobre nosotros es nuestra elección estratégica para sostener y continuar las grandes cosas que Dios ha comenzado en nuestras vidas.
Ese es el motivo que nos hace llamar la mano de Dios sobre nosotros «el toque de grandeza». No somos nosotros los que nos convertimos en grandes; llegamos a ser dependientes de la mano fuerte de Dios. Nuestra necesidad rendida se torna su oportunidad ilimitada. Y, entonces, Él viene a ser grande a través de nosotros.
Una Escalera a las Nubes.
Un día, cuando nuestros chicos eran preescolares, Darlene y yo fuimos con ellos al parque de una gran ciudad al sur de California. Era la clase de parque que hace que un hombre adulto desee volver a ser niño. Tenía columpios, barras para micos y balancines, pero la atracción más tentadora eran los toboganes, no solo uno sino tres: pequeño, mediano y enorme. David, que tenía 5 años por esa época, arrancó como un tiro para el tobogán pequeño.
—¿Por qué no vas con él y lo acompañas? — sugirió Darlene.
Pero tuve otra idea. —Esperemos y veamos qué pasa —dije. Así, pues, nos sentamos a descansar en un banco
cercano y observamos. David subió feliz hasta lo más alto del tobogán pequeño. Agitó una mano hacia nosotros con una gran sonrisa y luego con un zumbido se lanzó abajo.
Sin vacilar se movió al tobogán mediano. Había trepado la mitad de la escalera cuando se dio la vuelta y me miró. Me hice el desentendido y miré a lo lejos. Con certeza consideró sus opciones por un momento y entonces con todo cuidado bajó de escalón en escalón. Mi esposa dijo: —Cariño, deberías ir a ayudarlo.
Respondí: —Todavía no —esperaba que el guiño que le hice le asegurara que simplemente no descuidaba a nuestro hijo.
David pasó unos pocos minutos al pie del tobogán mediano y observaba cómo otros chicos subían, se echaban abajo y a la carrera regresaban para repetirlo de nuevo. Por último afirmó sus ideas y tomó una decisión. Él también podía hacerlo. Trepó… y se dejó deslizar. En realidad, lo hizo tres veces sin siquiera mirarnos.
Luego lo observamos cuando se volvió y se dirigió hacia el más alto de los toboganes. Ahora Darlene estaba en verdad ansiosa. —Bruce, pienso que no debería deslizarse solo. ¿Qué crees?
—No —respondí con tanta calma como me era posible—. Pero no supongo que lo haga. Esperemos a ver qué hace.
(CONTINÚA…)
Extracto del libro “La Oración de Jabes”
Por Bruce Wilkinson