cristo-satisface-nuestra-necesidad-de-lo-milagrosoPredicaciones – Cristo Satisface Nuestra Necesidad de lo Milagroso 2

 

Continuemos.

No supe cómo tomar eso. Me parecía que si Dios le había dicho que fuera, lo menos que pudo haber hecho era decirme a mí que ella iría.

— Bueno, ¿hay algo que piensa que yo puedo hacer por usted? — le pregunté.

— Usted tiene que sanar a mi niño — dijo ella.

— Querida señora, yo no tengo el don de sanidad — le respondí —. Hay diversidad de dones según la Biblia. A algunos les es dado el don de lenguas, a otros el don de profecía, a otros el don de sanidad y a algunos el don de la enseñanza. La enseñanza es mi don.

Sentí una fuerte inclinación de apuntar sencillamente a mi calva y decir:

— Si yo pudiera sanar, ¿me vería así?

Le dije que sencillamente la sanidad no era mi don, pero ella no se daba por vencida.

— Dios me dijo que viniera — dijo ella con mayor énfa­sis.

Los estudiantes comprendieron lo que sucedía y las risas disimuladas se oían por todo el auditorio. No cabía duda de que disfrutaban de mi incomodidad. El capellán de la universidad reconoció que me encontraba en una situación vergonzosa.

— ¿Cuál es el problema, doctor? — preguntó el capellán.

— Esta mujer quiere que sane a su niño — le dije.

— ¿Necesita ayuda? — preguntó él.

— ¡Por favor! — exclamé yo.

El capellán le dijo al público: Los que no creen que ese niño va a ser sanado esta noche, tengan la bondad de salir. Si no está absolutamen­te convencido de que ese niño verá enderezarse sus piernas mediante la oración, yo quiero que usted salga de aquí. Ni aún Jesús pudo hacer milagros o señales cuando estaba rodeado de personas incrédulas.

¡Oiga — pensé yo —, no está mal para un capellán universitario teológicamente liberal! En realidad, es un paso inteligente.

Fue un paso inteligente porque, una vez que dijo eso, casi todos se levantaron y dejaron la sala. Con un sólo comunicado había despejado el lugar. Sólo que quedaron los cinco jóvenes pentecostales, y ya estaban haciendo lo suyo, levantando las manos y orando en lenguas. Supuse que el capellán me había sacado del aprieto, y que estaba salvo y seguro.

— ¿Qué hacemos ahora? — le pregunté.

— Vamos a llevar al niño atrás a la cocina — respondió él.

— ¿Qué va a hacer en la cocina? — fue mi respuesta.

— Vamos a ungir la cabeza del niño con aceite.

— ¿Aceite? ¿Qué clase de aceite? — pregunté yo.

— ¡Del Monte! — respondió él con una sonrisa.

De alguna manera la respuesta carecía de la espirituali­dad que yo esperaba. Yo pensaba que tendría algo como agua bendita de Israel o algún ungüento especial que hubiera sido bendecido por el Papa.

— ¿Es en broma? — le pregunté.

— Mire, Campolo — dijo él —, dice en el libro de Santia­go que si alguien necesita sanidad, que los ancianos de la iglesia le han de ungir la cabeza con aceite, imponer manos sobre él y orar para que sane. De manera que, a menos que tenga una mejor idea, mejor haga lo que el Libro dice.

No era un mal consejo, no importa quién lo dijera. De manera que fuimos al salón de atrás e hicimos lo que debíamos. Seguimos las instrucciones en el libro de Santiago como si fuera un libro de recetas de cocina. Primero aplicamos el aceite, luego impusimos nuestras manos y después oramos. Yo había invitado a los cinco muchachos pentecostales que estuvieran con nosotros y ellos también tenían las manos sobre la cabeza del niño. Consideraba que si alguien tenía algo para el niño, yo lo quería conmigo.

Comencé a orar. Era una de esas oraciones fingidas demasiado comunes cuando oramos en presencia de los demás. Creo que sabe lo que quiero decir. A menudo, cuando otros están presentes, tenemos la tendencia de proferir frases altisonantes preparadas para comunicar una imagen de espiritualidad en vez de concentración en Dios. Todavía me puedo oír orar: «Oh Dios, gran Creador del universo; oh, tú que en tiempos pasados has sanado al ciego, que has hecho caminar al cojo y has levantado a los muertos, te imploramos a ti en esta hora para que estés presente en nuestro medio …» Y me detuve en seco.

En medio de mi oración mis amigos pentecosta­les dejaron de orar en lenguas. Todos lo sentimos. Todos sentimos una presencia insólita e imponente que invadió súbitamente nuestro medio. Inesperadamente el Espíritu Santo estaba entre nosotros. Había descendido para estar con nosotros. Su presencia era dominante y perturbado­ra e hizo añicos mi simulada religiosidad.

(CONTINÚA…)

Extracto del libro “Es Viernes Pero el Domingo Viene”

Por Tony Campolo

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Psicólogo, docente, consultor familiar, conferencista y autor (Verdades Que Sanan, Desafíos Para Jóvenes y Adolescentes). Trabajé con la niñez y la formación de maestros de niños. Fui pastor de adolescentes y jóvenes por más de 10 años. En la actualidad me dedico a enseñar, escribir, dictar conferencias y dirigir www.devocionaldiario.org y www.desafiojoven.com, donde millones de personas son alentadas, edificadas y fortalecidas en su fe. Casado y padre de tres hijos.

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